martes, 30 de octubre de 2012

Stand up marketing


Odyssey, de Jeffrey Weiss (photographyserved.com)

  
Se encienden las luces y allí estamos, solos en el escenario ante un público que nunca es el mismo. Tenemos muy poco tiempo para captar su atención y ganarnos su aplauso. ¿Recursos? Muy pocos. El mejor es nuestro guión.
Lo escribimos a lo largo de toda nuestra vida, como un palimpsesto casi infinito. No es que cambie demasiado, pero tiene correcciones, agregados, fórmulas que han sido probadas y funcionan. Y ya sabemos que lo que funciona no se cambia.
El efecto que buscamos, con variantes, es el mismo. Queremos la aprobación y, si es posible, el afecto incondicional de los otros. Es un mecanismo natural, antiguo como la digestión.
El estilo sí es personal. O somos extrovertidos, graciosos y encantadores, de esas personas que convierten a la humanidad en un auditorio feliz; o somos reservados y melancólicos, en el peor de los casos manipuladores de la lástima. Cada uno hace lo que puede o lo que le sale, pero todos tenemos en común un guión trabajado cuidadosamente, en el que creemos y pensamos que sonará como complemento irresistible de nuestra personalidad.
¿Y qué es lo que contamos? Anécdotas, particularidades de nuestra personalidad, gustos que consideramos especiales, circunstancias curiosas que forman parte de nuestra cotidianeidad. Conozco a quien no olvida mencionar que está casado con una liechtenteinsniana, como a quien jura que a pesar de su fortuna actual en su juventud era comunista. El que afirma tener una cadera de titanio, como quien recuerda, aun en las ocasiones más festivas, que enviudó la noche de bodas. El que cuenta siempre el mismo chiste, o el que no olvida decir que se le apareció la Virgen siendo ateo. El que sobrevivió a un accidente mortal, el que cocina cada fin de semana en un horno de leña, el que tiene ciento cincuenta amigos íntimos que ve cada jueves, o el que sabe la marca de los sombreros de los ciudadanos de 1810, entre otros datos inútiles.
La eficacia de estos argumentos depende no sólo de los argumentos, porque en el teatro de la vida también triunfan los carismáticos, los convincentes, los encantadores (de serpientes, suegras y CEOs).
Observa a un vendedor: allí encontrarás el modelo en su versión más ensayada. Pero basta que escuches a tus padres: con el paso del tiempo, sólo va quedando el guión en sus labios.
Yo también tengo mis historias, y me provoca un pudor intenso escucharme usarlas. Será por eso que prefiero inventar vidas ajenas.

sábado, 27 de octubre de 2012

Nada que declarar



 En la escritura, el silencio es ausencia.

Ni siquiera la música paradójica que ya no se escucha con facilidad. No, aquí el silencio no es un ideal, ni siquiera un gesto. Es la nada.
Y para alguien que se piensa como escritor, la pregunta de aduana de “por qué no escribes” difícilmente pueda contestarse con un “nada que declarar”.
Hay momentos, que pueden extenderse por años, en los cuales no tenemos nada para decir. No significa esto que nuestra mente se haya vaciado de conceptos ni tengamos más historias que contar. Por distintas razones, que pueden tener que ver con la náusea o el agotamiento producido por millones de diálogos trizados como cristales, porque el cielo se ha oscurecido de opiniones como saetas, o porque al mirar hacia dentro sólo vemos un lago oscuro como de alquitrán, se impone el silencio o, mejor, la ausencia.
Si uno se piensa como escritor, dejar de escribir es una muerte no tan pequeña, un aniquilamiento, un extravío.
Pero un día, el corazón delator palpita bajo el suelo y, casi sin querer, se acomodan algunas letras. Tal vez es el día en que uno abandona los espejos. El día en que cierra los ojos y los oídos y la boca y vuelve a ejercer el antiguo y terco oficio de hablar en silencio.
Abre las maletas a la curiosidad fugaz del aduanero y muestra un disfraz. El escritor está de vuelta.