Foto de la serie "emerging from shadows", de Alan Shapiro (photographyserved.com)
Enojarme no es fácil.
Mi vida hubiera sido más liviana, más suelta si hubiera adquirido esa habilidad a tiempo. Según Graciela es por mi condición de hijo único. Puede ser. Aunque uno no compite con un par para obtener un lugar de privilegio en el corazón de los padres, no significa que uno no lo haya luchado. Pero es diferente, no hay con quien pelearse, de la misma manera que no hay de quien aprender.
Pero hay días –como hoy- en los cuales se dan coincidencias cósmicas. Tal vez todos estén de mal humor, o proclives a la tontería sin disimulo. Y yo comienzo a sentir que es el momento de enojarme. Declino el pensar que es mi mal humor, o mi tontería, porque el que se enoja se afirma; uno no puede lanzarse al combate con actitud autocrítica.
Entro en una espiral y cedo a mi enojo. Lo veo entrar en mí como un tóxico que circula lento, una inyección aceitosa y amarga, que se arrastra por mis venas y me transforma imperceptiblemente. Porque no vayan a creer que me pongo colérico o expresivo; me enojo sórdidamente, sigilosamente, sin estruendos, pero sin retrocesos.
Acomodo delante de mí a todos aquellos que han tentado este humor. Discuto prolijamente con cada uno, no para tener razón ni concederla, no para llegar a una solución, sino para pelearme. Para enojarme con una agria dignidad suicida.
Cuando me enojo, lo cual no es fácil, me dejo ir, resbalo hacia la soledad.