miércoles, 5 de febrero de 2014

AMOR 2.0 (reflexiones a partir de HER, de Spike Jonze)




Advertencia: Si no has visto la película aún, no sigas leyendo. Y corre a verla. Aunque, es preciso aclarar: esta no es una crítica cinematográfica.

“Pienso que cualquiera que se enamora es un fenómeno (freak). Es algo muy loco que sucede. Es como una forma de insania socialmente aceptada”, dice Amy, amiga del protagonista.
El amor y sus versiones, sus definiciones siempre tentativas, parciales y, en el caso de HER, la exploración de sus límites. No se trata de una distopía sobre la soledad en una sociedad futura ni los riesgos del abuso de virtualidad: HER es una indagación sobre el amor.
No hay nada nuevo o distópico en la virtualidad. En la Edad Media la gente se enamoraba de un retrato mal pintado o de la sola referencia a una belleza célebre y lejana. Las cartas de amor reemplazaron durante siglos a la presencia física del amado con bastante efectividad. No en vano el protagonista de la película es un escritor profesional de cartas de amor sustitutas: un oficio antiguo.
No, las tesis de HER sobre el amor están más allá de su moderado diseño de producción futurista y surgen con la naturalidad de revelaciones dichas y sentidas.
La tesis primera es: el amor puede prescindir de la presencia física. Hay una tensión e incompletitud en esta situación, pero tal vez esa tensión, ese deseo de alcanzar una materialidad negada sea fundamental para enamorarse. Por otra parte, en HER y en la vida, la presencia del amado no parece asegurar nada sostenible en el tiempo.
La tesis segunda es: el amor está hecho de palabras. Como la música está hecha de tonos. El amor puede ser invisible, pero no puede prescindir del universo imaginario del lenguaje. En relación con la primera tesis: las palabras construyen la piel, la evocan y la activan. Sensación y emoción son música hecha de palabras.
La tesis tercera es: el amor se expande. Aplicamos sobre el amor las leyes de la propiedad y se adapta mal a esa naturaleza. El amor es como un color derramado en el agua: dependiendo de su densidad se agiganta y tiñe todo, o se decolora y desaparece. Esta tesis es inquietante si consideramos que una conciencia súper desarrollada a través de un sistema operativo puede llegar a la conclusión de que hace todo el sentido amar infinitamente, sin desmedro del detalle. Es decir, amar a muchos, a todos, no sólo a un objeto de amor.  Ni el protagonista ni nosotros estamos preparados para esta posibilidad.
Y una tesis que no se presenta más que por omisión: el amor no necesita del supuesto del espíritu. Se trata de un diálogo de conciencias. El espíritu no se nombra, no se contempla esa posibilidad prescindible. El espíritu es en HER una ausencia, una referencia a un pasado que ya se olvidó.
“El pasado es una historia que nos contamos”, dice Samantha.

Tal vez el amor también.

martes, 30 de octubre de 2012

Stand up marketing


Odyssey, de Jeffrey Weiss (photographyserved.com)

  
Se encienden las luces y allí estamos, solos en el escenario ante un público que nunca es el mismo. Tenemos muy poco tiempo para captar su atención y ganarnos su aplauso. ¿Recursos? Muy pocos. El mejor es nuestro guión.
Lo escribimos a lo largo de toda nuestra vida, como un palimpsesto casi infinito. No es que cambie demasiado, pero tiene correcciones, agregados, fórmulas que han sido probadas y funcionan. Y ya sabemos que lo que funciona no se cambia.
El efecto que buscamos, con variantes, es el mismo. Queremos la aprobación y, si es posible, el afecto incondicional de los otros. Es un mecanismo natural, antiguo como la digestión.
El estilo sí es personal. O somos extrovertidos, graciosos y encantadores, de esas personas que convierten a la humanidad en un auditorio feliz; o somos reservados y melancólicos, en el peor de los casos manipuladores de la lástima. Cada uno hace lo que puede o lo que le sale, pero todos tenemos en común un guión trabajado cuidadosamente, en el que creemos y pensamos que sonará como complemento irresistible de nuestra personalidad.
¿Y qué es lo que contamos? Anécdotas, particularidades de nuestra personalidad, gustos que consideramos especiales, circunstancias curiosas que forman parte de nuestra cotidianeidad. Conozco a quien no olvida mencionar que está casado con una liechtenteinsniana, como a quien jura que a pesar de su fortuna actual en su juventud era comunista. El que afirma tener una cadera de titanio, como quien recuerda, aun en las ocasiones más festivas, que enviudó la noche de bodas. El que cuenta siempre el mismo chiste, o el que no olvida decir que se le apareció la Virgen siendo ateo. El que sobrevivió a un accidente mortal, el que cocina cada fin de semana en un horno de leña, el que tiene ciento cincuenta amigos íntimos que ve cada jueves, o el que sabe la marca de los sombreros de los ciudadanos de 1810, entre otros datos inútiles.
La eficacia de estos argumentos depende no sólo de los argumentos, porque en el teatro de la vida también triunfan los carismáticos, los convincentes, los encantadores (de serpientes, suegras y CEOs).
Observa a un vendedor: allí encontrarás el modelo en su versión más ensayada. Pero basta que escuches a tus padres: con el paso del tiempo, sólo va quedando el guión en sus labios.
Yo también tengo mis historias, y me provoca un pudor intenso escucharme usarlas. Será por eso que prefiero inventar vidas ajenas.

sábado, 27 de octubre de 2012

Nada que declarar



 En la escritura, el silencio es ausencia.

Ni siquiera la música paradójica que ya no se escucha con facilidad. No, aquí el silencio no es un ideal, ni siquiera un gesto. Es la nada.
Y para alguien que se piensa como escritor, la pregunta de aduana de “por qué no escribes” difícilmente pueda contestarse con un “nada que declarar”.
Hay momentos, que pueden extenderse por años, en los cuales no tenemos nada para decir. No significa esto que nuestra mente se haya vaciado de conceptos ni tengamos más historias que contar. Por distintas razones, que pueden tener que ver con la náusea o el agotamiento producido por millones de diálogos trizados como cristales, porque el cielo se ha oscurecido de opiniones como saetas, o porque al mirar hacia dentro sólo vemos un lago oscuro como de alquitrán, se impone el silencio o, mejor, la ausencia.
Si uno se piensa como escritor, dejar de escribir es una muerte no tan pequeña, un aniquilamiento, un extravío.
Pero un día, el corazón delator palpita bajo el suelo y, casi sin querer, se acomodan algunas letras. Tal vez es el día en que uno abandona los espejos. El día en que cierra los ojos y los oídos y la boca y vuelve a ejercer el antiguo y terco oficio de hablar en silencio.
Abre las maletas a la curiosidad fugaz del aduanero y muestra un disfraz. El escritor está de vuelta.

lunes, 7 de mayo de 2012

ENS REALISSIMUN




La Realidad es uno de los problemas más apasionantes de la filosofía.
Desde la antigua posición que asimilaba la Realidad a Lo Creado (Realismo Metafísico), hasta el pensamiento contemporáneo donde la realidad no es más que un sistema de creencias y percepciones, opiniones y conceptos (Realismo Interno),  ya es muy difícil saber de qué hablamos.
La Realidad se nos escapa de las manos. Aquello que teníamos por cierto, por estable, ya se ha desmenuzado.
Y no hablo de las cavilaciones de los filósofos, sino de aquellos de nosotros (la mayoría) que nos dedicamos a otra cosa. De todas maneras, el asombro no es monopolio de los filósofos. Ni la búsqueda de la verdad.

Ayer, con mi bilocación virtual cotidiana, seguía en un canal de la TV mexicana el debate de los candidatos a la presidencia y me divertía con los comentarios en Twitter, a la vez que espiaba el programa de Lanata en Buenos Aires y… me divertía con los comentarios en Twitter.
En ambos casos había esfuerzos por probar que hay una realidad que el otro altera. Una realidad a la antigua, la verdadera, “la neta”, “la posta”.
Cada candidato mexicano presumía de poseer los méritos y la información para probar que cualquier otra elección nos conducirá al infierno, básicamente porque el otro miente. Al terminar el debate, cada candidato se declaró ganador y salió a festejar, con la gente que confirmó la versión de la realidad que ya tenía asumida antes de comenzar cualquier debate y que no modificó luego del mismo.
Mientras tanto –esto sucedía al mismo tiempo, aunque no a la misma hora- , el periodista argentino trataba de probar que el gobierno nacional altera la realidad de acuerdo a un plan sistemático, inventando –entre otras cosas- tuiteros para crear ambiente en la opinión pública.
Al término del programa se cruzaban las voces de quienes se escandalizaron con las de quienes niegan tal engaño, contraatacando con la denuncia de una conspiración –la habitual, la de la Corpo- que inventa que los otros inventan, y así, como una cinta de Moebius, hasta el hartazgo.
Este es un espectáculo cotidiano, en ambas sociedades, con algunos matices diferentes, pero con el mismo fondo.

Entonces se me ocurrió pensar que la realidad, como experiencia de lo existente, o la verdad, como concordancia del concepto con los hechos, ya son variables anticuadas, en absoluto desuso.
Es cierto que la realidad se ha fragmentado, en la filosofía y en la virtualidad. Que la experiencia está mediatizada por la información y el espectáculo (tal vez sean sinónimos en la actualidad). Que el poder altera la realidad y, en ocasiones, la crea completita. Una tragedia hoy puede ser una tragedia o una puesta en escena de un medio de comunicación. Un delito puede hoy ser un delito o una conspiración de los que intentan implicar a un inocente. Una mentira no es más que un concepto improbable.

Pero la gente se ha resignado a no buscar más. Ante la terrible dificultad de conocer la realidad, ante la complicación de lo objetivo, no reacciona con una duda radical, sino con una elección personalizada. El “yo creo” o el “yo opino” –sobre el que escribí en otra ocasión- encabeza cualquier afirmación de una realidad íntima, personal, no negociable. Esto es especialmente visible en cuanto a la vivencia de la política: nos compramos el sistema que mejor nos calce, y cualquier evidencia de contradicción o quiebre es mejor ignorarlo, porque puede atentar contra nuestra noción completa de la realidad. La duda y la reflexión parecerían conducirnos a la locura.

Entonces, todo debate o toda denuncia resultan inútiles. Por lo menos en su intención de brindarnos una nueva lectura sobre la realidad, aunque no en su rol de confirmación de lo que ya creíamos si éramos afines. El intercambio de ideas parece ser no mucho más que un ritual que evoca tiempos idos, de la misma manera que un atleta corre con una antorcha para inaugurar una fiesta deportiva.

Pero en algún momento ese sistema de realidad entró en cada uno de nosotros y comenzamos a cuidarlo y a emparedarlo convenientemente. Tal vez haya que remontarse a ese origen para desmantelarlo, o por lo menos para conmoverlo. Y no con la intención de plantar otro, sino con la de no volvernos simplemente máquinas programables sin posibilidad de comunicación con los otros.
Porque no hay nada más emocionante que el espectáculo de las distintas percepciones, pero siempre y cuando puedan ser fluidas, compartidas, modificables, enriquecedoras.
Porque necesitamos ponernos de acuerdo en el problema y podamos debatir en serio sobre sus posibles soluciones.
Porque somos diferentes viviendo en el mismo mundo, no extraños que viven en mundos diferentes.

jueves, 19 de enero de 2012

A propósito de Malvinas


The Warbaby, grafito sobre papel, de Chris Scarborough

" Los nacionalismos no tienen nada de progresistas, sino lo contrario. El Estatuto, la realidad nacional, todo eso no son más que pugnas de poder de políticos que no tienen nada que ver con la gente. Pero el problema es que se está introduciendo entre los ciudadanos la idea de que lo nuestro, lo que nos diferencia de los otros, el ser de aquí, el defender todo eso es progresista, cuando lo esencial, lo verdaderamente progresista, es lo que nos une con los demás, no lo que nos separa."

Fernando Savater, Diario El Mundo, 26/11/2007.

miércoles, 18 de enero de 2012

Anticredo


Sin título, óleo sobre lienzo, de Michael Peck (emptykingdom.com)

Me hubiera gustado creer.

Hice mis mejores esfuerzos, pero es inútil.

Creer que la felicidad es un logro gimnástico

y no la ardiente presencia de lo amado.

Por ejemplo.

Creer que un buen Dios nos cuida y tiene planes

secretos pero bienintencionados,

y que, como un padre severo, calla pero procura.

Pero no lo logro.

No soy un hombre de fe, aunque buena fe me ha sobrado.

Y tampoco me ha servido.

Me hubiera gustado creer

que el amor vence

que la bondad prevalece

que el progreso del espíritu es inevitable.

Creer que una luminosa trama de justicia

flota sobre la niebla de la batalla.

Creer que hay tiempo para todo,

inclusive para empezar a creer.

Me hubiera gustado creer, soy sincero.

Pero preferí soñar.


martes, 17 de enero de 2012

Enojo


Foto de la serie "emerging from shadows", de Alan Shapiro (photographyserved.com)


Enojarme no es fácil.

Mi vida hubiera sido más liviana, más suelta si hubiera adquirido esa habilidad a tiempo. Según Graciela es por mi condición de hijo único. Puede ser. Aunque uno no compite con un par para obtener un lugar de privilegio en el corazón de los padres, no significa que uno no lo haya luchado. Pero es diferente, no hay con quien pelearse, de la misma manera que no hay de quien aprender.

Pero hay días –como hoy- en los cuales se dan coincidencias cósmicas. Tal vez todos estén de mal humor, o proclives a la tontería sin disimulo. Y yo comienzo a sentir que es el momento de enojarme. Declino el pensar que es mi mal humor, o mi tontería, porque el que se enoja se afirma; uno no puede lanzarse al combate con actitud autocrítica.

Entro en una espiral y cedo a mi enojo. Lo veo entrar en mí como un tóxico que circula lento, una inyección aceitosa y amarga, que se arrastra por mis venas y me transforma imperceptiblemente. Porque no vayan a creer que me pongo colérico o expresivo; me enojo sórdidamente, sigilosamente, sin estruendos, pero sin retrocesos.

Acomodo delante de mí a todos aquellos que han tentado este humor. Discuto prolijamente con cada uno, no para tener razón ni concederla, no para llegar a una solución, sino para pelearme. Para enojarme con una agria dignidad suicida.

Cuando me enojo, lo cual no es fácil, me dejo ir, resbalo hacia la soledad.