En la escritura, el silencio es ausencia.
Ni siquiera la música paradójica que ya no se
escucha con facilidad. No, aquí el silencio no es un ideal, ni siquiera un
gesto. Es la nada.
Y para alguien que se piensa como escritor, la
pregunta de aduana de “por qué no escribes” difícilmente pueda contestarse con
un “nada que declarar”.
Hay momentos, que pueden extenderse por años, en
los cuales no tenemos nada para decir. No significa esto que nuestra mente se
haya vaciado de conceptos ni tengamos más historias que contar. Por distintas
razones, que pueden tener que ver con la náusea o el agotamiento producido por
millones de diálogos trizados como cristales, porque el cielo se ha oscurecido
de opiniones como saetas, o porque al mirar hacia dentro sólo vemos un lago
oscuro como de alquitrán, se impone el silencio o, mejor, la ausencia.
Si uno se piensa como escritor, dejar de escribir
es una muerte no tan pequeña, un aniquilamiento, un extravío.
Pero un día, el corazón delator palpita bajo el suelo
y, casi sin querer, se acomodan algunas letras. Tal vez es el día en que uno
abandona los espejos. El día en que cierra los ojos y los oídos y la boca y
vuelve a ejercer el antiguo y terco oficio de hablar en silencio.
Abre las maletas a la curiosidad fugaz del aduanero
y muestra un disfraz. El escritor está de vuelta.