La
Realidad es uno de los problemas más apasionantes de la filosofía.
Desde la
antigua posición que asimilaba la Realidad a Lo Creado (Realismo Metafísico),
hasta el pensamiento contemporáneo donde la realidad no es más que un sistema
de creencias y percepciones, opiniones y conceptos (Realismo Interno), ya es muy difícil saber de qué
hablamos.
La
Realidad se nos escapa de las manos. Aquello que teníamos por cierto, por
estable, ya se ha desmenuzado.
Y no hablo
de las cavilaciones de los filósofos, sino de aquellos de nosotros (la mayoría)
que nos dedicamos a otra cosa. De todas maneras, el asombro no es monopolio de
los filósofos. Ni la búsqueda de la verdad.
Ayer, con
mi bilocación virtual cotidiana, seguía en un canal de la TV mexicana el debate
de los candidatos a la presidencia y me divertía con los comentarios en
Twitter, a la vez que espiaba el programa de Lanata en Buenos Aires y… me
divertía con los comentarios en Twitter.
En ambos
casos había esfuerzos por probar que hay una realidad que el otro altera. Una
realidad a la antigua, la verdadera, “la neta”, “la posta”.
Cada
candidato mexicano presumía de poseer los méritos y la información para probar
que cualquier otra elección nos conducirá al infierno, básicamente porque el
otro miente. Al terminar el debate, cada candidato se declaró ganador y salió a
festejar, con la gente que confirmó la versión de la realidad que ya tenía
asumida antes de comenzar cualquier debate y que no modificó luego del mismo.
Mientras
tanto –esto sucedía al mismo tiempo, aunque no a la misma hora- , el periodista
argentino trataba de probar que el gobierno nacional altera la realidad de
acuerdo a un plan sistemático, inventando –entre otras cosas- tuiteros para
crear ambiente en la opinión pública.
Al término
del programa se cruzaban las voces de quienes se escandalizaron con las de
quienes niegan tal engaño, contraatacando con la denuncia de una conspiración
–la habitual, la de la Corpo- que inventa que los otros inventan, y así, como
una cinta de Moebius, hasta el hartazgo.
Este es un
espectáculo cotidiano, en ambas sociedades, con algunos matices diferentes,
pero con el mismo fondo.
Entonces
se me ocurrió pensar que la realidad, como experiencia de lo existente, o la
verdad, como concordancia del concepto con los hechos, ya son variables
anticuadas, en absoluto desuso.
Es cierto
que la realidad se ha fragmentado, en la filosofía y en la virtualidad. Que la
experiencia está mediatizada por la información y el espectáculo (tal vez sean
sinónimos en la actualidad). Que el poder altera la realidad y, en ocasiones,
la crea completita. Una tragedia hoy puede ser una tragedia o una puesta en
escena de un medio de comunicación. Un delito puede hoy ser un delito o una
conspiración de los que intentan implicar a un inocente. Una mentira no es más
que un concepto improbable.
Pero la
gente se ha resignado a no buscar más. Ante la terrible dificultad de conocer
la realidad, ante la complicación de lo objetivo, no reacciona con una duda
radical, sino con una elección personalizada. El “yo creo” o el “yo opino”
–sobre el que escribí en otra ocasión- encabeza cualquier afirmación de una
realidad íntima, personal, no negociable. Esto es especialmente visible en
cuanto a la vivencia de la política: nos compramos el sistema que mejor nos
calce, y cualquier evidencia de contradicción o quiebre es mejor ignorarlo,
porque puede atentar contra nuestra noción completa de la realidad. La duda y
la reflexión parecerían conducirnos a la locura.
Entonces,
todo debate o toda denuncia resultan inútiles. Por lo menos en su intención de
brindarnos una nueva lectura sobre la realidad, aunque no en su rol de
confirmación de lo que ya creíamos si éramos afines. El intercambio de ideas
parece ser no mucho más que un ritual que evoca tiempos idos, de la misma
manera que un atleta corre con una antorcha para inaugurar una fiesta
deportiva.
Pero en
algún momento ese sistema de realidad entró en cada uno de nosotros y
comenzamos a cuidarlo y a emparedarlo convenientemente. Tal vez haya que
remontarse a ese origen para desmantelarlo, o por lo menos para conmoverlo. Y
no con la intención de plantar otro, sino con la de no volvernos simplemente
máquinas programables sin posibilidad de comunicación con los otros.
Porque no
hay nada más emocionante que el espectáculo de las distintas percepciones, pero
siempre y cuando puedan ser fluidas, compartidas, modificables, enriquecedoras.
Porque necesitamos
ponernos de acuerdo en el problema y podamos debatir en serio sobre sus
posibles soluciones.
Porque
somos diferentes viviendo en el mismo mundo, no extraños que viven en mundos
diferentes.