Bonafini se enoja con Shoklender, Rial con Vila, los estudiantes con la policía, Aníbal (Fernández) con Alberto (Fernández), Fort con Tinelli, Carrizo con Fillol, Binner con Alfonsín, Sarlo con Forster, Cristina con Moyano, Batista con Maradona, los automovilistas con los tobas, y así hasta que se acaba la tinta del diario.
La argentinidad pública, la que aparece en los medios, es un continuo espectáculo de gente que se indigna con más facilidad que un vikingo, porque su honor ha sido herido por los maliciosos dichos de otra gente. No se trata de un debate de ideas más o menos interesante; no: es el espectáculo de la susceptibilidad a flor de piel, la calumnia superficial, la exhibición de la indignación, el pobre discurso del ofendido y el ofensor, o ambos reunidos en la misma persona.
Yo, que ya no vivo ahí, tiendo a creer que los argentinos en la calle se quieren o se ignoran como siempre, porque la proyección pública de la vidriera de ofendidos sería un caos. Un apocalipsis que comenzaría con algunas cachetadas y terminaría en duelos singulares.
Analizando el perfil de los notorios, mediáticos seres cuyo super-yo se expande como la peste negra, encontramos que ninguno es ejemplo de moral intachable, talento impar, servicios a la Patria o a la Humanidad en grado de mención especial. Es más, me inclino a pensar que su notoriedad consiste precisamente en su capacidad de confrontación y de indignación espontánea. Existen los casos en los cuales individuos meritorios por su creación intelectual o artística se convierten en noticia recién cuando se enojan con alguien. Recientemente Charly García llegó a los titulares a partir de una pelea pública con su propio hijo. Pero la mayor parte de los indignados profesionales son unos caraduras que han encontrado en el énfasis de su temperamento una forma de esconder su vacío o su real interés. Cualquiera de ellos en la intimidad nos guiñaría un ojo y afirmaría: “la verdad es que la cosa pasa por otro lado”.
En el reino del caradura susceptible se está creando una impronta cultural de consecuencias imprevisibles. Esto es un buen negocio para algunos, pero es una pésima inversión para todos. Aquella Argentina que Vasconcelos contemplaba desde México con admiración, hoy es más inverosímil que la lucha libre. Y mucho menos interesante.