Cada mañana, muy temprano, entro a un ascensor donde persisten perfumes abandonados por sus dueños, fantasmas gentiles, auras perdidas.
Cuando viajo acompañado, percibo como la fragancia forma parte de la estrategia de construcción de una presencia. Así como hay personas que parecen haberse vestido de prisa y sin concierto, con perfumes no totalmente aferrados, otros lucen nuevos, impecables, recién estrenados como la mañana. En estos últimos, hay acento francés en su olor y una cierta jactancia que proviene de una absurda idea de la inmortalidad.
Mis compañeros de ascensor de la mañana se dividen entre los que apenas se resignan por haber abandonado su hogar y aquellos que tienen el hogar en sus proyectos. Sus olores dialogan y rara vez llegan a acuerdos. Supongo que si los personajes hablaran, tendrían un rosario de disensos que disimularían con un ritual bien aprendido, entre cordial e inexpresivo. Pero no hablan, se saben pertenecientes a cajas diferentes, a negocios diferentes, a vidas diferentes. Lo único que admiten compartir es un ascensor donde no se cruzan las miradas. Pero donde, sin embargo, los perfumes buscan escapar de su misión única y su vida fugaz. Como todos nosotros.