Me lamento con la profesora porque me cuesta escribir; necesito practicar un poco más. Mi portugués leído, oral, no está tan mal. Pero a la hora de redactar dibujo un rosario con palabras de distinta procedencia: español, italiano, francés, y algo de portugués, de vez en cuando.
La carioca acepta y me sugiere “A vida na minha cidade é…” ¿Y cuál es mi ciudad? “Vocé vive aquí”. Es cierto. No puedo poner más obstáculos filosóficos porque mi texto no nacerá jamás.
“Rutinaria” es la primera palabra que se me ocurre. “Rotineira” en portugués, ni ella lo recordaba. Pero no es un experimento minimalista; no puedo dejarlo así. Lo que sigue es básico, esforzado, como dibujar un hombre con palitos. La carencia de vocabulario, el escaso dominio de los usos gramaticales, me llevan a describir aspectos aislados de mi vida con una expresión paupérrima. Experimento algo que me aterra: la imaginación encarcelada. Paso a veces por períodos de mutismo en los cuales no se me ocurre nada que decir, pero es diferente de esta torpeza causada por el desconocimiento. Cuando uno no se monta sobre las alas de su idioma bien conocido, escribir es como tratar de hacer volar a un elefante muerto.
“Eu trabalho muitas horas…” “O resto de meu tempo libre fico en casa…” “Gosto muito de fazer pequenos viagems…”, desde la época de “La Vaca” no escribo algo tan pobre.
La profesora festeja lo que llama -generosamente- una evolución en la escritura. Supongo que haría lo mismo si volviera a trazar las primeras letras luego de un accidente cerebral.
Yo quedo asustado tras haberme asomado al abismo de la falta de palabras.