miércoles, 9 de junio de 2010

Un mundo de sensaciones



En ningún país fuera de la Argentina escuché hablar de la “sensación térmica”. Hay ciudades con reportes obsesivos sobre el tiempo en televisión, detalles muy precisos acerca de la cualidad de las lluvias en distintas regiones, temperaturas desglosadas por hora en previsión quincenal e informes casi poéticos sobre el viento. Pero nunca algo parecido a la sensación térmica, que vendría a ser algo así como una percepción más ajustada de las condiciones climáticas imperantes, por combinación de varios factores. Porque sabemos desde nuestros abuelos que “lo que mata es la humedad”, “lo que se siente es el viento” y “el clima se volvió loco”.

La fe de los argentinos en este concepto llega hasta el punto de afirmar que existe un aparato mecánico y objetivo que la mide. Sin embargo, la sensación térmica (ver Wikipedia) resulta de la combinación de mediciones de condiciones ambientales tales como la llamada temperatura “seca”, la temperatura “radiante media”, la humedad relativa del ambiente y la velocidad del aire tanto como de factores físicos personales como el índice metabólico, la indumentaria y el índice de Zaiden, que indica la cantidad de grasa del cuerpo. Aquello que conocemos como “sensación térmica” se parece más a la llamada “temperatura de sensación”, que no es más que la temperatura que adquiere un cuerpo animal por la combinación de temperatura y velocidad del viento.

No quería escribir un artículo sobre meteorología, en realidad, sino señalar la fe particular en un indicador de dudoso origen por la cual nos abrigamos o desabrigamos, como si fuera una verdad trascendente, condensada y superadora de los datos usuales y comprobables que usa el resto del mundo.

La realidad comentada está llena de otras “sensaciones”. La sensación de inseguridad, de inflación, de inestabilidad política, de confianza en los mercados, etc, pertenecen a este hábito por el cual cualquier argentino renuncia a la verdad científica -común a todos y medible-, para abrazar la incertidumbre, la opinión, la creencia de estar informado en una sociedad revelada a través de afirmaciones vagas y subjetivas.

Desde el poder, el que sea, el señalamiento de una sensación indica un desvío de la realidad: no habría desocupación sino sólo una sensación de desocupación, por ejemplo. Es una ilusión, una mentira, una fantasmagoría. Pero también pueden usar a la sensación como un término positivo, que es el de una convicción inspirada, de acuerdo a la necesidad.

El gobierno actual ha dado una importancia central a las estadísticas, que esgrimen todo el tiempo con fervor. La estadística es considerada un arma racional que desarmaría cualquier sensación; es una forma de verdad científica. Pero sobrevive una “sensación” de estafa por parte de los opositores, a la que se opone una “sensación” de golpismo por parte de los aliados. El dato estadístico, de por sí no perfectamente exacto, se ha tergiversado hasta convertirse en una sensación térmica, oficial pero mágica.

Mi primer decisión al llegar a Buenos Aires fue la de no opinar a la ligera, de hacerme cargo de los ecos deformantes de mi historia y callar con prudencia. Al no poder hacerme una imagen de conjunto intelectualmente sustentable, tan sólo me concentré en la percepción de partes del paisaje que me interesan. Pero sucede que a todos les pasa lo mismo, a los que volvemos y a los que no se fueron: no hay manera de saber cómo nos va en conjunto. Lo mejor que podemos obtener como respuesta son miradas y opiniones disparatadamente diversas: un mundo de sensaciones.

En un país, la visión de conjunto es una construcción de los medios, de los políticos y de los intelectuales. Sucede que estos tres actores están en combate por estos días. Y “la calle”, esa otra fuente sobrevalorada de información y sensación, habla con voces contradictorias.

Si me preguntan al volver cómo encontré a mi país, quizás deba decir que no lo encontré. Porque no puedo decir, sin sufrir demasiado, que tengo la sensación de haberlo perdido.