Durante una semana, hasta ayer, todo argentino fue teólogo, psicólogo, abogado, antropólogo, criminalista, estadístico y militante. Apenas unas semanas atrás dominábamos el arte y la historia de la estrategia futbolística, tanto como hace un año conocíamos al detalle aspectos de la producción sojera, el equilibrio histórico campo/ciudad, las vicisitudes de la agroexportación y la cuota Hilton.
A primera vista podría concluirse que somos el pueblo más culto de la Tierra, pero no es así. Sí el que más “opina”: somos los “doxóforos” (1) de la modernidad.
El derecho a la libre expresión es indiscutible. Todo el mundo puede expresar su opinión, mucho más en la actualidad donde los foros se reproducen al infinito gracias a internet. La opinión contemporánea es ubicua y permanente. Pero el progreso en la libertad de opinión parece haber dejado de lado el deber de formarse una opinión, de buscar respaldarla en investigaciones, no en la imaginación o la creencia (2).
Los medios reflejan la opinión de gente que jamás dice “tengo que pensarlo”, “no tengo los datos suficientes”, “no tengo la menor idea” o “voy a investigar”. Por el contrario, se reproducen apasionadas opiniones donde el entrevistado habla acerca de “lo natural”, “lo divino”, “lo normal”, “lo lógico” y “lo tolerable” con la frescura y autoridad de un profeta. Tampoco dicen, lo cual atenuaría un poco: “según mi humilde opinión”. No, la opinión debe ser apasionada, concluyente, agresiva y universal.
Este es sólo un término del asunto. Una de las bases de lo que, en mi análisis, es un problema. O un síntoma de algo peor.
Desde hace unos años, una vieja tendencia argentina progresa hacia una normalidad peligrosa. Se trata del debate polar, maniqueo, de la configuración necesaria de dos bandos, no más, en pugna permanente. Se ha querido ver en esta práctica la esencia misma de la democracia. Opinión libre y combate (no síntesis) de los opuestos. Todo lo que no es encendido, comprometido, urgente e innegociable, es tibio e inútil. Reaccionario. Conspirativo.
El debate, que generalmente se resuelve en manifestaciones masivas “que ganan la calle” y en debates televisivos poco analíticos, abarca temas diversos, de acuerdo a la agenda del gobernante de turno. Son temas importantes, siempre, pero se los trata con prisa, con aprietes, con escándalo, exhibiendo a los portaestandartes de la opinión que no ilustran demasiado sobre los basamentos de lo que afirman. No hay sutilezas ni puntos medios: la posición es sólida cuando resulta indiscutible. Lo importante es no quedar afuera, abrazar alguno de los dos bandos y convertirse en militante de una convicción forjada en tiempo record. Siempre hay un ganador y un perdedor. Siempre quedan heridos importantes sectores de la sociedad, pero una buena parte de la población festeja, por un día o dos, el éxito de su opinión.
La ley llamada “del matrimonio gay” fue un buen ejemplo de estas peleas de fondo. Por un lado aquellos que postulaban el progreso en el reconocimiento de los derechos civiles de las uniones homosexuales, por el otro aquellos que opinan que la naturaleza, la fe y la prevención del delito desaconsejaban la reforma del Código Civil. No escuché ningún análisis interesante acerca de la historia de los derechos de las minorías, de los límites entre Estado e Iglesia, de las estadísticas sobre delitos sexuales o de la vigencia de la institución matrimonial. Sí fui testigo de declaraciones insultantes de un lado hacia el otro. De demostraciones de ignorancia vergonzante, discursos medievales y desautorizaciones fascistas. El derecho de los homosexuales ganó –personalmente me complace- pero no convenció. No hubo negociación, sino aprietes, ofensas y alaridos. La ocasión merecía mayor información, debate, aclaración y acuerdo; la sociedad hubiera progresado en su conocimiento y comprensión de las diferencias, el final hubiera sido aun más feliz.
El campo, los militares, la oposición, la Iglesia, Uruguay, los medios, la selección son, más allá de instituciones o “colectivos” variopintos, con virtudes y errores, con deudas a pagar y compromisos de futuro, aliados o enemigos. Posiciones triunfantes o derrotadas hasta la extinción. Encarnaciones de lo que nos falta descartar para llegar a nuestro destino de grandeza o conservar por la gracia de Dios. ¿Y cuando se acaben estos enemigos, quién sigue?
Lo que me preocupa es la obligatoriedad automática de tener una opinión como grito de batalla.
Lo que me asusta es comprobar con la facilidad con la cual nuestro pueblo se engrana en discusiones maniqueas sin matices.
Lo que me escandaliza es el escarnio del que piensa diferente y el miedo a pensar diferente.
Lo que me abisma es la creencia forjada por la propaganda de que el eterno combate es militancia, es compromiso, es democracia. Es… progreso.
(1) Platón llamaba así a quienes hacían del falso conocimiento y de la apariencia de sabiduría (doxa es opinión) un medio de lucro personal o de ascendencia social. A estos personajes los denominaba doxóforos, «aquellos cuyas palabras en el Ágora van más rápidas que su pensamiento» (Wikipedia)
(2) Platón reconocía dos grados en la doxa: la eikasia (imaginación) y la pistis (fe o creencia) (Wikipedia)