miércoles, 28 de julio de 2010

Un D10s cretino


Relicario del cabello de Maradona (Nápoles), de emanelcaffé (Flickr)

La mujer dijo “Maradona es un cretino”

La otra le preguntó “¿por qué? ¿qué le hizo a ella? ¿qué le hizo a los mexicanos, de los que siempre habló con respeto?”

Luego de mucho pensar, la primera contestó “metió un gol con la mano”


Hay personajes que trascienden el cuerpo de la persona a partir de la cual se originan. Esos personajes son llamados héroes, mitos, construcciones colectivas, espíritus de una época o lugar, dependiendo de la pluma de quien los nombre. Incluso a Maradona se lo llama Dios, con la grafía particular que se asocia con el número de su camiseta, que es también el de la perfección: “D10s”.

Maradona es mucho más grande y diverso que ese hombre que se llama Diego Maradona y que nació hace casi 50 años.

Kusturica, en el genial y caótico documental que realizó sobre Diego Maradona, afirma en un momento “¿quién dijo que la normalidad es una condición necesaria para el amor?”. No lo es, ciertamente, y más aun: en el caso del héroe popular se ama lo no es lo normal, sino lo excesivo. ¿Cómo se puede pretender que una persona que nace en la pobreza más anónima y llega a ser el apellido más conocido del mundo se comporte como una persona “normal”?

En principio se lo amaba porque jugaba de manera mágica. Porque alcanzó el éxito desde la nada. Porque resucitó virtualmente luego de mil caídas. Porque dice lo que casi todos piensan y no se animan a decir por falta de valor o medios. Porque, de paso, acaricia valores burgueses como el amor a sus padres y sus hijas.

También se lo odia porque es imprevisible y contradictorio. Porque se comporta con cierta prepotencia surgida de una vanidad muy alimentada. Porque hace alianzas (es utilizado) por líderes políticos impresentables. Porque cae en las miserias del vicio recurrentemente. Porque es un “negrito bruto con plata”.

Es permitido amarlo u odiarlo, o ambas cosas al mismo tiempo. Lo que amamos u odiamos en él habla más que nada de nosotros mismos.

Se tiende a compadecerlo tanto como a complacerlo. Pero es imposible ignorarlo. “A mí no me interesa lo que haga o diga Maradona”, es algo que sólo se dice de Maradona.

Todos agregamos algo al héroe, que resulta un gigante hecho de la argamasa del pueblo donde cumple sus hazañas. Maradona no puede ser comprendido en México de la misma manera que Cantinflas no puede ser comprendido en Argentina, e incluso Maradona en Nápoles no puede ser totalmente decodificado por un argentino. En la piel del héroe se escriben episodios de la historia de su pueblo, de sus ambiciones, restricciones, reclamos y represiones. Maradona es un fragmento de la Patria, un soporte físico para valores y desvalores en los cuales nos vemos todos reflejados. Hay otros, pero ninguno como él, sobre todo porque es presente.

Maradona no es ni bueno ni malo: hace maravillas y comete errores excesivos. No es un modelo (advertencia a los que hacen permanentemente la exégesis moral de Diego); es lo que le corresponde: un personaje. Cumple con la marca de su destino, que le otorga el fuego que lo hace brillar y que consume la vida personal que debe haber ansiado tener por momentos. Maradona cuando duerme seguramente se sueña anónimo, gordo sin presiones, hombre de barrio y de familia, normal, en fin.

Cuando un argentino dice, a modo de oración: “yo lo banco a Maradona”, está afirmando que se anima a asomarse al espejo amplificado de su propia identidad. Esa que, no casualmente, se hace símbolo en la celeste y blanca.