miércoles, 4 de agosto de 2010

Un don ausente


Fútbol argentino, de Nicolás Zonvi (Flickr)

Me hubiera gustado ser habilidoso para el fútbol. En mi infancia marcaba la diferencia entre protagonistas y observadores. O, mejor: la línea divisoria entre los que se divertían y los que sobraban.

Es que a mí me divertía, y mucho, pero mi cuerpo no respondía con fluidez a la maravillosa danza del deporte. Se puede mejorar, ciertamente, pero esa armonía de movimientos, esa comprensión muscular del fútbol, debe ser innata o se adquiere apenas se aprende a caminar. Es un misterio para mí.

Se dice que los chicos son crueles, ni más ni menos crueles que los mayores en los que luego se convierten. Son más sinceros en la expresión de su crueldad, que tiene que ver con el aprendizaje del poder y la percepción de las diferencias.

Las ceremonias que rodean la organización de un partido de potrero en la infancia son de una despojada crueldad. De una crueldad huesuda. Ahí se elige y se descarta sin mayor compromiso que el aporte del más apto, en beneficio del equipo. Quedarse último en el reparto de jugadores es una de las más cabales humillaciones que comienzan a modelar nuestra visión del mundo. Ahí, más que en ningún otro lugar, nos damos cuenta de que los halagos incondicionales de los padres son insostenibles ante los pares. Ahí descubrimos que bajo determinadas condiciones podemos ser menos, no aptos, descartables, innecesarios, molestos.

Un día descubrí que me gustaba jugar de once, aun siendo derecho. Hoy en día no sé cómo se llama al puntero izquierdo, si es que existe este puesto (esa función natural) en la nueva ingeniería del fútbol. Casi siempre en off side -que no se tomaba demasiado en serio a menos que fuese escandaloso- yo podía recibir pelotas fruto del esfuerzo y la habilidad ajena para llevarlas hasta el arco. Nunca me convertí en goleador, pero tuve mis días de gozo. Meter un gol y abrazarse con los compañeros es una de las formas de la felicidad.

Pero el fútbol no fue, no es y no será ya lo mío. Cuando intenté jugar al básquet descubrí que mi cuerpo era aun más ajeno a esa dinámica, pero el rugby y más tarde el paddle, me persuadieron que yo no era espástico. Simplemente no tenía el don de la danza futbolística.

Nunca sería un héroe.