El sueño es un territorio extenso, seductor, desconocido, como el mar.
Cuando era chico me disponía a dormir con la actitud de un viajero. Me cubría con la ropa de cama como si fueran los aparejos de una nave interespacial: apretaba botones imaginarios, ajustaba correas, bajaba burbujas de cristal. Luego, al cerrar los ojos, comenzaba a imaginar una historia –costumbre que perdura- que se parece bastante a una utopía nórdica: un paisaje de murallas frente a las cuales se libran permanentes combates. Siempre me duermo antes de la definición del duelo singular.
En una de las novelas truncas que esperan en mi computadora, la primera frase es “duermo como quien combate”. Me muevo, giro, busco a tientas quién sabe qué, gruño, gimo y en los mejores casos, ronco. Debe ser bastante molesto compartir la cama conmigo. No recuerdo si el descanso de mi infancia o adolescencia era mejor, si su deterioro es comparable al de un auto al que le han pegado demasiados guijarros en el camino y ha caído en baches asesinos.
Sueño en colores. Con sonido surround. Una vez soñé con una mujer que cantaba en un escenario al aire libre la canción más bella imaginable. Otro día soñé una voz sin imagen que preanunciaba el nacimiento de mi hija mayor. En una época soñaba argumentos de ficción que por la mañana podaba y me permitían cumplir a diario la rutina de guiones de un deplorable programa de TV. Me gustan los sueños, incluso las pesadillas, porque las miro desde afuera como fuentes de futuras ficciones, como revelaciones, nada freudianas, de que la realidad profunda es imprecisa.
¿Por qué ha sido diseñado un descanso tan largo? ¿Por qué necesitamos estar ausentes de la conciencia durante tantas horas? Prefiero pensar como los antiguos que vigilia y sueño no son más que dos sendas diversas por las que caminamos, tanto como vida y muerte son dos estados igualmente reconocibles. Eso explicaría muchas cosas. Y sin embargo, no logro convencerme.