Recientes investigaciones sobre el sueño parecen desmentir a Freud, ya que afirman que la actividad cerebral nocturna y sus fantasmales imágenes no son más que un proceso de borrado de datos innecesarios.
Nuestra mente necesita olvidar y saca la basura por las noches.
Así como me gusta afirmar que no somos mucho más que memoria, creo que sobrevivimos gracias a que los recuerdos se desgastan con el tiempo. Es pura ecología de la mente. Sería insoportable ser un Funes, evocar estados emotivos con la misma intensidad con que se han vivido, reconocer cada dato histórico de nuestros sentidos y compararlos, en fin, vivir en un pasado vital, permanente, abrumador.
Mucho se ha escrito, científica y literariamente, sobre las funciones de la memoria y su pérdida. No pretendo ninguna originalidad aquí.
Lo que me interesa destacar ahora es un aspecto, mucho más trivial, de esta cuestión.
Una consecuencia secundaria de esta época de la comunicación absoluta, donde nuestra imagen y pensamiento (en el mejor de los casos) está en redes sociales que ocupan febrilmente la actividad sobre cualquier clase de aparato conectado a internet, es la depreciación del olvido. Como en un perpetuo menemista, donde “ser es aparecer” (Feinmann el bueno dixit. ¿Se lo sigue considerando “bueno”?), el tener una vida virtual expande la presencia de uno mismo en la mente de los demás. Y amplía el número de “los demás”, incluyendo a aquellos a los que uno dejó de ver y olvidó, por alguna buena razón o por carencia absoluta de razones para seguir.
Me ha sorprendido encontrar invitaciones a “ser amigo” en Facebook de personas que me conocían y de las cuales yo no tenía memoria. Uno de ellos, al que recordaba vagamente, y con simpatía, reveló guardarme un rencor absoluto por un incidente de trabajo de hacía más de 20 años que yo ni siquiera pude o quise discutir, porque no sé si sucedió así o de cualquier otra manera. Otros querían ver “cómo había envejecido”, mientras lucían sus peladas y otras heridas del tiempo. Un grupo numeroso de ex compañeros de trabajo me invitó –reiteradamente- al encuentro de nostálgicos de aquella empresa que parece haber sido el paraíso, el non plus ultra de sus vidas. Muchos/as “ex” han querido revertir su condición de tales, mientras exhiben con sobreactuación su presente feliz luego de cruentas batallas. Muecas, donde en la memoria quedan gestos. O nada.
Al cabo de un tiempo, un insociable como yo porfiará en no habilitar su Facebook y dejar que aquello que se marchó siga su destino. Nuestra civilización no suelta: sólo es estimulada para tomar, retener, exhibir. “Poseer” cientos de “amigos” en una red social parece ser un lujo envidiable en la contemporaneidad.
Claro, esto es chino para un adolescente, cuya memoria de tiempos idos se remonta a lo sumo 10 años y a su infancia. Pero luego de los 40, digamos, uno ya ha coleccionado historias y ha leído libros que, voluntariamente, ya no quiere volver a leer. No conviene, si es útil mi consejo. Aquella persona con la cual quedó una asignatura pendiente, esa otra que queremos saber cómo le fue con los años, el mejor compañero de la secundaria, el vecino del barrio, todos aquellos que no están hoy en nuestra vida, es mejor dejarlos, en la mayor parte de los casos, donde están.
No es mala onda, todo lo contrario. El olvido es una forma de generosidad. Un rasgo de estilo. Una función vital.