Oh Lima Club Utopia, de Scottamus (Flickr)
Y un día nos dimos cuenta de que teníamos un ideal. O varios: todo un sistema de valores, con suerte una utopía, simples preferencias y algunas tendencias. Creímos en la bondad universal, la inteligencia extraterrestre, la justicia divina, el deterioro del planeta, el poder del dinero, la garra de Boca Juniors o el fatal hallazgo de la mujer ideal. Para ese día habíamos abandonado la infancia.
Ya nos habían enseñado demasiadas cosas en casa, de las explícitas y de las que nunca se dicen. Alguna religión nos había transmitido sus obsesiones. Las lecturas –en el fabuloso caso de que las haya habido- nos habían ampliado la visión. La muerte, la enfermedad, la alegría, el placer, nos arañaron tempranamente y dejaron su marca indeleble.
Descubrimos a otros que tenían sus ideales y preferimos a aquellos con unos parecidos a los nuestros. Juntos hicimos de esas construcciones personales una ideología compartida y tratamos de entender cómo es posible que hubiera otros que se opusiesen.
Estábamos entonces en plena inocencia del ideal.
Sin embargo, hay ideales que seguiremos manteniendo por siempre. Grandes y pequeños, raíces y ramificaciones de un sistema de ideales. Descubrirlos allí, por detrás de la pintura ya roída, implica una emoción particular, que va desde la perplejidad hasta el autoreconocimiento.
Estamos entonces en la etapa de la resistencia del ideal.
A esta resistencia del ideal la llamo voluntad de estilo, pero podría llamársela de mil maneras, o simplemente: yo. Son aquellos agregados a mi esencia que ya se confunden con ella. Porque nuestro sistema de pensamiento y emociones agrega ideas como tatuajes a nuestra esencia o, tal vez, en nuestra esencia innata existen los huecos que esperan y buscan ciertas ideas.