Yo viví en un country 9 años.
Formé parte de la oleada neoburguesa que abandonó la capital en busca de una vida nueva. Cada una de esas familias tenía objetivos diferentes; pensar que el grupo de “los que ganaron” (así se titula el trabajo de la socióloga Maristella Svampa sobre los countries) era homogéneo es una grosera simplificación del asunto. En mi caso y el de muchos me apasionaba la huída de la ciudad al paisaje, la vida deportiva, la seguridad y el precio accesible del metro cuadrado. Me sentía un pionero y estaba dispuesto a cualquier sacrificio. No conocía aún el precio real que debería pagar.
Muchos como yo llegamos a tener un estilo de vida que en otros países está reservado a familias con ingresos considerablemente más altos y más antiguos. Dos de mis tres hijos nacieron allí y se convirtieron en sujetos experimentales de una vida sin subterráneos, colectivos ni clase media. Sólo alfas y betas: propietarios y servicio. Blancos y negros.
También dentro del country me tocó vivir una batalla de la edad de bronce entre “residentes” y “socios de fin de semana”. Estos últimos, fundacionales, consideraban a los recién llegados como nuevos ricos que pretendían comodidades que sólo la ciudad podría dar: cloacas, servicios, iluminación, que a la larga contaminarían la bucólica vida pastoril y aumentarían la cuota societaria mensual. Luego vendrían otros enfrentamientos “políticos” cuando comenzó la crisis del 2001, que revelaría la precariedad del “estado de bienestar”. El retrato de aquella crisis y sus repercusiones dentro de la vida country ya tienen una novela y una película, además de un par de trabajos sociológicos y otros un poco más sanateros.
La seguridad era -y es- uno de los temas recurrentes, obsesivos. En la época de los secuestros yo fui víctima casual. También se temieron saqueos hasta el punto que aquel country en cuestión armó una trinchera con bolsas de arena como si temiera el día D pero de pobres.
El quid de la obsesión por la seguridad y el miedo que genera en la población countrista se origina probablemente en la tajante división psicológica que se establece entre el adentro (utópico) y el afuera (amenazante).
La pequeña sociedad intramuros no es más que una reproducción en escala de las tensiones de la sociedad argentina. Con la exactitud con la cual el corazón de una cebolla reproduce el aspecto de la cebolla entera. Con una población que oscila entre familias de profesionales exitosos y fortunas mal habidas, el factor común es la desconfianza hacia el “afuera”. El resto de la gente que vive en el país en ciudades o pueblos no hace esta distinción; sí tal vez otras.
Aunque normalmente las poblaciones de escasos recursos que rodean a los countries –más antiguas- viven de los servicios que ofrecen a estas comunidades, los countristas siguen viendo en ellos factores de riesgo para la seguridad. Constatan o imaginan una envidia del éxito, una ambición imposible, que sólo puede calmarse con el raterismo. Así con los guardias, de los que se sospecha continuamente, como si un Rottweiler mañoso los cuidara al mismo tiempo en que los amenaza.
Los countries podrían ser una idílica forma de vida si no fuera porque en su mayoría desarrollan comportamientos sociales cuestionables, como el culto al dinero y su exhibición, la discriminación, el aislacionismo, la hipocresía, la ausencia de solidaridad, la incultura y otras miserias que, la verdad, no son privativas de estos lugares, pero que al estar concentradas en un ensayo de sociedad, se estereotipan. El miedo a la inseguridad, entre esos males.
A pesar de lo que los medios reportan, con escándalo, las amenazas reales siguen siendo, por ahora, menos graves que las pesadillas de la utopía.