El no ilusionarse para evitar desilusiones posteriores me parece una de las más torpes certezas de la mentalidad calculadora/práctica/realista. No equivale a una actitud prudente sino a una derrota anticipada, mejor dicho: a una derrota permanente, porque aquel que evita ilusionarse vive en la desilusión.
La ilusión tiene en su definición misma la naturaleza de “engaño de los sentidos o construcción de la imaginación” tanto como la de “esperanza de un cumplimiento atractivo”. Es un oasis puesto en nuestros ojos por el deseo.
Desde hace un par de siglos tratamos de discernir con precisión quirúrgica entre la vida “real”, definida por sus coordenadas matemáticas, y el mundo interior, que ha ocupado el lugar del “gran engañador” medieval. El discurso de los hombres serios pretende la pulcritud de la página de un naturalista, que toma nota precisa de la forma de las dicotiledóneas y los hábitos de los maoríes. Simulan ser mentes sin la distorsión de una psiquis imaginativa y caprichosa. Sin embargo, esos hombres serios suelen diseñar los oasis más oscuros, consciente o inconscientemente.
La ilusión es el dibujo de una conciencia que se piensa viviente en el futuro. El plano que se corrige en sus detalles cada noche antes de dormir, en cada pausa del trabajo inerte, en cada arrebato de conciencia. La ilusión es proyecto y plan, no encandilamiento.
Me confieso un ilusionador (raramente un ilusionista, las más de las veces un iluso) sin restricciones, sin temor a la desilusión, a la que también abrazo en sus oscuras revelaciones.
Sólo la ilusión desbocada forja futuros diferentes. No sé si tenga el poder que le atribuyen los perseguidores de fuerzas invisibles. Lo que sé es que si uno se rinde a ella, la vida resplandece allí donde sólo había grises evidencias.