Todos queremos tener razón.
Necesitamos tener razón.
En una vida llena de oportunidades perdidas, el tener razón es el premio consuelo de todos los fracasos, la certidumbre de que lo que no nos otorgó la suerte, la razón pudo preverlo.
En un mundo configurado en la bruma, lleno de incertidumbres, tener la razón nos devuelve la fe en una verdad subyacente, aunque indemostrable y huidiza.
Los poderosos no se muestran muy interesados en tener la razón, porque descuentan que ya la tienen y la imponen como la única posibilidad. El resto de la gente discute por su pequeño espacio de sentido: si tiene la razón, ha podido entender algo. Aunque la mayor parte de las veces, sólo ha acomodado algunos datos de la realidad a medida de su construcción mental. Se ha perdido de casi todo, pero prefiere no pensar en eso.
Yo no quiero tener razón, aunque paradójicamente no pueda evitar afirmar mis razones. Yo quiero seguir curioso en el misterio, sensible al asombro y permeable al sinsentido.
Yo cambio, gustoso, toda la razón que los demás necesiten tener por todo el gozo sin razón que les haya pasado inadvertido.